A mis 33 años decidí cambiar un detalle importante en mi rostro: mi nariz. Si bien tenía problemas funcionales como un tabique desviado que me dificultaba respirar también era un rasgo distintivo de mi herencia de pueblo originario. Aunque el término “originario” es algo relativo, es indiscutible que esa estética remite a la gente que llamamos autóctona o pre colombina -previa a la irrupción de Colón en nuestro continente americano y más en particular a mi país, Argentina.
Encarno la raza mixta llamada “criolla”, cruza entre pueblo originario por el lado de mi padre y español por el lado de mi madre. Para los negros no soy negro y para los blancos tampoco soy blanco, al margen de la distinción que aún se hace en Argentina entre “negros” y “todo lo demás”. Como muchas otras palabras, aquí “Negro” puede ser descriptivo en su sinónimo “morocho”, puede ser señal de confianza y cariño cuando decimos “negri” o insulto en “negro de mierda”. Ni hablar del colectivo “los negros” que encarna todo lo malo una sociedad. Imaginamos a Cristo de todas formas, menos negro. Sí, yo tampoco me lo imagino negro.
Más de una vez me encontré siendo lo más cercano a un negro que la gente en mis lugares de trabajo encontraba. Como también lo más queer que tendrían en sus vidas, cuando afloraba mi feminidad. Muchas veces también me tocó ser el ser más espiritual de mi medio, desde mi religión evangélica al redescubrimiento de la magia en mi vida. Lo interesante es que aunque encarno la diversidad, más cercano al poder, más uniforme son las personas: Hombres blancos, heteros, cisgénero. Y no es una denuncia, solo una descripción.
Jamás celebraría dos cosas: La modificación corporal como acto de consumo y pensar que borrar un rasgo de mi identidad es evolucionar. Ésto no minimiza preguntas cómo: ¿Hubiera vivido igual si hubiera nacido con rasgos más hegemónicos? ¿Me hubieran tratado igual con otra figura? ¿Me habrían abierto las mismas puertas? Sin caer en la romantización de la belleza como sinónimo de éxito ni la ingenuidad de pensar que la apariencia no importa en un mundo movido por las mismas.
Mi elección cuenta cómo para sentirme confiado de performar diferentes roles en todos mis contextos tuve que mutilarme. No se puede ganar siempre. Solo puedo repetir como durante éstos 33 años que mi mayor belleza es invisible a los ojos, sí evoluciona y espero nutrirla muchos años más… mientras retocar mi cuerpo es cada vez más simple que cambiar de peluca. El Isra rubio es otra versión del Isra castaño. El rostro retocado no me anula ni mejora pero seguramente, cuenta otra historia.
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